Una mesa para todos

En un mundo lleno de etiquetas y grupos excluyentes, se hace necesario hacer un lugar en la mesa para el marginado, para que deje de comer migajas y se siente junto a otros a la mesa. Incluir al Excluido es la tarea en este mundo. Salgamos en búsqueda de los que no están, hagamos un lugar al marginado en la mesa de la felicidad.

miércoles, 20 de abril de 2011

Esa peligrosa radicalidad


Del blog territorio abierto de Jesuitas en formación, visita su pagina web. Por Cristobal Emilfork sj, Periodista
Cuando se habla de radicalidad solemos pensar en extremos, en posturas que no se transan, en valores que permanecen incólumes por los siglos de los siglos, y por los cuales aquéllos que se consideran “radicales” están dispuestos a morir.
La radicalidad huele a entrega, a decisión, a sacrificio… a firmeza de carácter.
Pero a veces en su nombre también se amparan la intransigencia, la miopía, la incapacidad de dialogar, y un gigantesco “prejuicio” tatuado en la frente, y quizás también en los ojos. Ojos que nos cierran a lo nuevo, y que asumen categorías inamovibles, aterradoramente conservadoras. Conservadoras de la intolerancia y de la “etiquetización” de las personas, de los grupos sociales, de la humanidad.
Creo que hoy corremos el riesgo de ser peligrosamente radicales… en ese segundo sentido del término.
Sin embargo, la verdadera radicalidad parece marchar en un sentido contrario. La verdadera radicalidad parece vestirse con el traje de la humildad, ponerse los zapatos de la apertura y lleva la tolerancia inscrita no en la frente, sino que en el corazón.
La radicalidad de quien es capaz de reconocer la verdad presente en el otro con el que se discute. La radicalidad de aquél que pone en duda sus supuestos conocimientos infalibles, la radicalidad de quien sabe que el mundo es mucho más que las etiquetas que desfilan por nuestros medios de comunicación y que en un insensato afán simplificador cuelgan adjetivos sobre todo y todos para hacer más digerible la realidad.
La verdadera radicalidad no es presa del miedo que puede acampar bajo la aparente convicción. La radicalidad sabe que los de derecha pueden hacer bien las cosas, así como también los de extrema izquierda.
La radicalidad piensa que quizás sí se le puede dar mar a Bolivia, que el caos no necesariamente arribará con Ollanta en la presidencia del Perú. La radicalidad va más allá de criticar la insensatez de Van Rysselbergue o de pensar “terrorista” cuando escuchamos mapuche en la televisión. La radicalidad despercude nuestros prejuicios y nos abre a la novedad que lleva consigo cada ser humano, cada día, en cada minuto.
Es lógico que hoy la radicalidad surja entre nosotros. Si vivimos en tiempos en que algunos políticos no piensan en el bien común sino en la ganancia personal, en que algunos sacerdotes no respiran Evangelio sino que poderío, abuso o corporativismo, o en que algunos medios no pasan noticias sino sólo publicidad, es lógico que dudemos. Es lógico que busquemos certezas dónde afirmarnos, sitios donde guarecernos frente a ese tsunami que cuestiona todo, absolutamente todo.
Pero la radicalidad verdadera nos pide seguir creyendo. Seguir creyendo en el otro. Y clama porque no (nos) encasillemos. La radicalidad nos invita a sentar en la misma mesa a prostitutas y guardianes de las buenas costumbres, a obreros y a empresarios, a momios y a rojos. Porque ella no teme ser cuestionada, decir la verdad sobre su inmensa miseria y pedir ayuda para seguir caminando cada día más abierta, cada día más verdadera.

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