Una mesa para todos

En un mundo lleno de etiquetas y grupos excluyentes, se hace necesario hacer un lugar en la mesa para el marginado, para que deje de comer migajas y se siente junto a otros a la mesa. Incluir al Excluido es la tarea en este mundo. Salgamos en búsqueda de los que no están, hagamos un lugar al marginado en la mesa de la felicidad.
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lunes, 16 de mayo de 2011

Servicio y gratuidad: dar la vida, para dar vida


Hay gente que no entiende, que no comprende, que no concibe el servicio a los demás desde un sacrificio personal. El servicio para muchos está bien cuando pueden seguir manteniendo una casa en barrio alto, con un buen auto y con varios lujos más allá del promedio necesario para vivir. Por suerte también hay muchos que están dispuestos a darlo todo por los demás, que no necesitan ni lujos ni poder, que han entendido que el amor es la única riqueza que agrada a Dios.

Siempre he pensado que debe haber personas que luchen por los más débiles, por el amor y la justicia desde todos los francos. Desde la cúpula y desde el fango, pero en la misma sintonía. Sin estorbarse, más bien colaborándose. Pero el que está arriba siempre corre el riesgo acostumbrarse demasiado al poder y los lujos, a la tranquilidad y terminara por quedarse ahí, en su tranquilo escritorio, si no pone alguna vez los pies en el fango, si no se contacta con el dolor y la pobreza. Una opción real por los pobres implica vivir al menos un poco de pobreza.

El que está en el fango a menudo puede terminar convirtiéndose en un “soldado” combatiente y furibundo, olvidando el amor y la cooperación, puede volverse contra el poder, olvidando que su tarea es devolver al poder donde corresponde, al servicio. El también debe aprender a dialogar con los de la cúpula, trayéndolos al fago, para que vean la verdad del dolor. Todo ha de ser cooperación.

El otro día me encontré con un amigo que por estos días se titula de Ingeniero Civil. El, en vez de trabajar para una gran empresa transnacional, como las que abundan en la región, quiere ser director de una fundación de ayuda a los más desposeídos. No parece nada raro, pero hay gente que no lo comprende, que no entiendo porque hipoteca su futuro, sin concebir que en esa tarea puede estar construyendo futuro.

Con otro amigo conversaba que me había gustado el trabajo que hacen unos jesuitas en la amazonia brasileña, yendo por los pueblos formando centros de protección de derechos humanos, sobre todo con los indígenas. Su tarea es ir donde los más débiles y darles herramientas para poder crecer, todo con amor. El tampoco entendía esa tarea, le costaba creer que alguien pudiera dejarlo todo para “perderse” en la selva y vivir “así”. Lo que él no entendía era el servicio desinteresado y sacrificado, fuera de la oficina cupular, si pudiera pensar en la colaboración entre ambos y no despreciar o desechar el trabajo de los demás, podría lograr mucho más de lo que cree, podría contribuir en verdad con la construcción del reino.

Pero nada de esto va por buen camino si no se hace con amor. Solo el amor es un buen motivo para dar la vida, el resto sería solo vanidad, o por el contrario, debilidad disfrazada de radicalidad, intentando hacer algo que nos alimente, que nos permita sentirnos menos débiles e inútiles, que nos llene el ego, que nos haga mejores. Quizá el triunfo está en la entrega gratuita total, dando la vida, para dar vida.

miércoles, 20 de abril de 2011

Esa peligrosa radicalidad


Del blog territorio abierto de Jesuitas en formación, visita su pagina web. Por Cristobal Emilfork sj, Periodista
Cuando se habla de radicalidad solemos pensar en extremos, en posturas que no se transan, en valores que permanecen incólumes por los siglos de los siglos, y por los cuales aquéllos que se consideran “radicales” están dispuestos a morir.
La radicalidad huele a entrega, a decisión, a sacrificio… a firmeza de carácter.
Pero a veces en su nombre también se amparan la intransigencia, la miopía, la incapacidad de dialogar, y un gigantesco “prejuicio” tatuado en la frente, y quizás también en los ojos. Ojos que nos cierran a lo nuevo, y que asumen categorías inamovibles, aterradoramente conservadoras. Conservadoras de la intolerancia y de la “etiquetización” de las personas, de los grupos sociales, de la humanidad.
Creo que hoy corremos el riesgo de ser peligrosamente radicales… en ese segundo sentido del término.
Sin embargo, la verdadera radicalidad parece marchar en un sentido contrario. La verdadera radicalidad parece vestirse con el traje de la humildad, ponerse los zapatos de la apertura y lleva la tolerancia inscrita no en la frente, sino que en el corazón.
La radicalidad de quien es capaz de reconocer la verdad presente en el otro con el que se discute. La radicalidad de aquél que pone en duda sus supuestos conocimientos infalibles, la radicalidad de quien sabe que el mundo es mucho más que las etiquetas que desfilan por nuestros medios de comunicación y que en un insensato afán simplificador cuelgan adjetivos sobre todo y todos para hacer más digerible la realidad.
La verdadera radicalidad no es presa del miedo que puede acampar bajo la aparente convicción. La radicalidad sabe que los de derecha pueden hacer bien las cosas, así como también los de extrema izquierda.
La radicalidad piensa que quizás sí se le puede dar mar a Bolivia, que el caos no necesariamente arribará con Ollanta en la presidencia del Perú. La radicalidad va más allá de criticar la insensatez de Van Rysselbergue o de pensar “terrorista” cuando escuchamos mapuche en la televisión. La radicalidad despercude nuestros prejuicios y nos abre a la novedad que lleva consigo cada ser humano, cada día, en cada minuto.
Es lógico que hoy la radicalidad surja entre nosotros. Si vivimos en tiempos en que algunos políticos no piensan en el bien común sino en la ganancia personal, en que algunos sacerdotes no respiran Evangelio sino que poderío, abuso o corporativismo, o en que algunos medios no pasan noticias sino sólo publicidad, es lógico que dudemos. Es lógico que busquemos certezas dónde afirmarnos, sitios donde guarecernos frente a ese tsunami que cuestiona todo, absolutamente todo.
Pero la radicalidad verdadera nos pide seguir creyendo. Seguir creyendo en el otro. Y clama porque no (nos) encasillemos. La radicalidad nos invita a sentar en la misma mesa a prostitutas y guardianes de las buenas costumbres, a obreros y a empresarios, a momios y a rojos. Porque ella no teme ser cuestionada, decir la verdad sobre su inmensa miseria y pedir ayuda para seguir caminando cada día más abierta, cada día más verdadera.