Una mesa para todos

En un mundo lleno de etiquetas y grupos excluyentes, se hace necesario hacer un lugar en la mesa para el marginado, para que deje de comer migajas y se siente junto a otros a la mesa. Incluir al Excluido es la tarea en este mundo. Salgamos en búsqueda de los que no están, hagamos un lugar al marginado en la mesa de la felicidad.

domingo, 22 de mayo de 2011

Yo Soy


De una persona que vivió lo que cuenta...
                                                                              Nathan Stone sj

                Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, dice el Señor.  Juan 14:6

                Estaba recordando mi primera visita a la Vicaría de la Solidaridad, al lado de la Catedral, Santiago de Chile, 1979. Allí, la Iglesia y la izquierda trabajaban juntos para defender los derechos humanos y alimentar a los hambrientos.  La mera existencia de esa oficina en el segundo piso de la librería Manantial era un testimonio conmovedor de la fraternidad humana.
                Años después, tuve un profesor en la Universidad de Texas en Austin, eminencia en letras, que escandalizaba a estudiantes preguntando principio consensual compartido por cristianos y marxistas.  Él era metodista bíblico de la antigua escuela.  Decía que los dos se comprometían con la dignidad universal del ser humano.  No me sorprendía.  Por eso podía existir esa Vicaría.
                Dignidad universal de ser humano son palabras fuertes.  En toda comunidad, hay una tendencia a crear jerarquías de dignidad que pronto se transforman en escalafones de quiénes realmente tienen dignidad y quiénes, no; quienes son personas respetables y quiénes, no; entre quiénes tienen derechos y quiénes están en el mundo para ser explotado y despreciado. 
                En aquellos tiempos, Iglesia e izquierda aplicaban metodología participativa y usábamos la palomita de la paz al cuello.  Nos tratábamos de , nos concientizábamos y nos comprometíamos con la causa.  Se parecía a la mesa redonda del cristianismo primitivo, donde todo se compartía y todos comían del mismo pan.  El aporte de cada uno era importante en la elaboración de un proyecto común de suma urgencia: el Reino de Dios, o bien, una sociedad sin injusticias.
                Llamó la atención, cuando entonces, un día, escuché lo siguiente: Compañeros, muy bueno nuestro proyecto, pero han llegado órdenes de Moscú, y tenemos que hacer todo lo contrario.  O sea, feliz que todos se crean el mito de la igualdad fraterna, pero la verdad es que hay una estructura externa que nos manda con autoridad ciega, absoluta e incuestionable.  Hasta ahí duró nuestro ecumenismo con las juventudes comunistas.  Como chicos católicos, no nos interesaba dar la vida por la causa oculta de algún señor que vivía en otro hemisferio. 
Hoy, me pregunto si las órdenes de Moscú no existen aún.  En la Iglesia, sería una tremenda contradicción.  Los hermanos en la fe comemos del mismo pan y somos animados por el mismo Espíritu.  La comunidad laical y ministerial no tiene porqué temer la participación real.
Más fuerte nos pareció la advertencia, en una noche de confianza entre los humos de las barricadas encendidas y la audacia del caceroleo, un dirigente que afirmó con fervor, Prepárate, compañero, porque después de la victoria, viene la estalinización.  Se refería a la purga realizada por Joseph Stalin en la Unión Soviética para eliminar a sus propios partidarios menos ortodoxos en su marxismo, o bien, menos entusiastas en la adulación de su persona.  Murieron millones. 
Lo primero que llamaba la atención era la idea de que iba a haber un después de la victoria.  Nuestras barricadas eran muy poca cosa contra los tanques y ametralladores del General Pinochet.  Más profundo y doloroso, sin embargo, fue constatar el hecho de que el compromiso con la dignidad universal del ser humano era solo un discurso.  Imposibleestalinizar a un hermano.  La lucha por la justicia se había transformado en una lucha por el poder.  La fraternidad universal se había transformado en culto a la personalidad.
                  En la Iglesia, hay una tendencia a tomar la frase de Jesús, Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, como una declaración de guerra que afirma que las estructuras y sus encargados son la vía única y auténtica de salvación mundana y eterna.  Muchos creen que su parroquia, colegio, pastor o movimiento es el camino exclusivo.  Han comprendido la frase al revés.  Me explico. 
                Jesús dice, YO SOY.  En hebreo, sería el Nombre Sagrado del Padre de Jesús, (YHWH), el vocablo silenciado por respeto.  Eso quiere decir que ningún movimiento, ni institución, ni ministro, ni estructura, por santo que sea, puede asumir el lugar de Cristo como cabeza y piedra angular.  Él es, y sólo él.  Sin desmerecer su opción de vivir una vida verdaderamente humana y solidaria con el género humano, él es también, totalmente, otro, diferente y trascendente
                La alteridad total de Cristo Resucitado no es un motivo de distancia entre la cabeza y su cuerpo.  Es, al contrario, nuestra salvación.  Pese a la flaqueza y mezquindad de la institución humana, él es fuerte, coherente y bondadoso: infinitamente compasivo y solidario. 
                Si logramos reconocer al Resucitado, vivo y presente, como único intermediario con su Padre que también es infinitamente bueno; si logramos dejar de lado el culto a la personalidad y la idolatría a las instituciones; entonces, volveremos a sentarnos juntos en la misma mesa como hermanos y hermanas, compañeros y compañeras. 

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