Una mesa para todos

En un mundo lleno de etiquetas y grupos excluyentes, se hace necesario hacer un lugar en la mesa para el marginado, para que deje de comer migajas y se siente junto a otros a la mesa. Incluir al Excluido es la tarea en este mundo. Salgamos en búsqueda de los que no están, hagamos un lugar al marginado en la mesa de la felicidad.

sábado, 16 de octubre de 2010

Alambre de púa



Por Nathan Stone sj


Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David. Ésta es la Buena Noticia que yo predico, por lo cual sufro y estoy encadenado como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada... 2 Timoteo 2:8-9


En mis andanzas matinales, pasé por un sector de la playa recientemente encerrada detrás de un cerco de dos metros que termina arriba con alambre de púa, angulado hacia fuera, para que nadie pueda entrar. Adentro, no hay nada, salvo un poco de basura levantada por los remolinos. Lo que fue, alguna vez, la belleza natural de la costa, roquería y arena en su danza interminable con el oleaje, quedó arruinada, fatalmente afeada, por el afán de conservar y protegerla para algún grupo privilegiado y, además, ausente.


Mucho más allá del abuso de la concesión marítima, en una patria que reconoce su playa como tesoro nacional para todos, sentí que estaba delante de un monumento a la paranoia ambiental, propia de nuestros tiempos. Ocasionada por el sensacionalismo mediático, poco a poco, ha transformado la personalidad colectiva de la cultura occidental. Quienes éramos, alguna vez, creaturas compartiendo un planeta proveedora, fuimos transformado en consumidores por el modelo económico. Ahora, lo hemos comido todo, se acaban los recursos, y nos sentimos víctimas, aterrorizados por enemigos imaginarios que vienen a llevarse lo poco que queda.


Por eso los muros altos y el alambre de púa. Nos hemos condenado a vivir a la defensiva, asustados, acumulando terreno para uno, sin jamás pensar en compartir con los demás, porque sería muy riesgoso. La nueva idolatría se centra en la diosa seguridad. Los excesos de la prevención de riesgo, (lo que el abuelo llamaba sentido común), paralizan al trabajador y estorban el andar del peregrino. Nos morimos congelados, prisioneros tras barrotes hechos por nosotros mismos. Sin embargo, la palabra de Dios no está encadenada. Vive aún.


La Iglesia, envuelta en la misma cultura de seguridad, se ha dedicado a levantar muros y extender alambre de púa, creyendo que así realiza las glorias del Reino, protegiendo el depósito de la verdad revelada, para que el ladrón no pueda entrar de noche y desordenar todo. Gastamos mucha energía constatando quién está dentro, y quién queda fuera, asegurando la puerta con requisitos, trámites y burocracia. Los hijos del rigor, hoy en día, no tienen lugar para los leprosos del evangelio. Los incluidos por Jesús quedan excluidos por la paranoia ambiental. La flexibilidad de un corazón compasivo no cabe, pues, constituye un riesgo para las sagradas y exactas doctrinas sin las cuales, muchos creen, nos vamos todos al infierno.


Y sin embargo, una playa con cerco y alambre de púa ya no es un paraíso de belleza y descanso. De igual modo, un reino sin misericordia, tras muros altos, sujeto a juicios categóricos y rigideces, no es el Reino de Dios. En nada se parece a la visión de Jesús. Al defender y protegerla, la hemos desfigurado irreconociblemente.


El seguimiento de Cristo no es una propuesta para cobardes y miedosos. En la misión, no hay medidas de seguridad y, junto a los mártires de antaño, asumimos los riesgos. Por el Resucitado, hemos de disponernos para estar encadenados como malhechores. El discipulado de Cristo es riesgoso, y es libre, sin fronteras. Por amor, en agradecimiento por nuestra liberación, nos ponemos la camiseta de Cristo, asumiendo los peligros, para luego, con él, compartir su gloria.

njs.sj.amdg

TO.28.2010.C.Alambre de púa

Reyes 5:10, 14-17, Sal 97, 2 Timoteo 2:8-13, Lucas 17:11-19


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